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miércoles, 3 de junio de 2015

Dinero privatizado y una banca sin Estado (II)

En el artículo anterior aludimos a la teoría evolutiva del origen del dinero de Carl Menger, fundador de la Escuela Austríaca de Economía. Gracias a ella quedó claro que esa importantísima institución social fue el producto espontáneo de la interacción libre de las personas en el mercado, sin intervención del Estado. Otras instituciones sociales tan importantes como el lenguaje, por ejemplo, surgieron de la misma manera.

Eso sí, Menger en su obra “El Dinero” nos dice que la intervención estatal solo vino a darle un perfeccionamiento a la institución monetaria, al establecer calidades y características para la acuñación de monedas de oro y plata que, con ello, su de por sí ganada máxima negociabilidad de entre todas las materias primas se elevó todavía más.

Pero una cosa es el perfeccionamiento del dinero privado y otra muy distinta su monopolio, que a partir de la creación de la Reserva Federal estadounidense en 1913, comenzó a imperar en el mundo. Dicho monopolio le dio al Estado, por medio del banco central y en contubernio con la privilegiada banca privada, el poder de expandir sus gastos y de salvar a sus cómplices banqueros en apuros. Los efectos económicos de esa perniciosa alianza hacen urgente la reprivatización del dinero.

Por desgracia, el Estado está tan inmiscuido en todos los aspectos de la vida en la mayoría de los países que resulta difícil concebir una sociedad sin él.

Al respecto, es más que conveniente revisar lo que el economista español Juan Ramón Rallo nos dice en su libro “Una revolución liberal para España”, respecto a cómo sería un sistema monetario y bancario en ausencia de Estado.

Rallo explica que uno de los mitos más recurrentes es que sin aquel, habría una especie de “caos monetario”. El razonamiento es que si cada uno utiliza su propio dinero, en una misma sociedad ocurriría que convivirían billetes muy distintos entre sí que dificultarían las transacciones y los pagos. También se suele afirmar que sería más “inestable”. ¡Falso!

Esos mitos caen por el propio peso de su falsedad histórica y teórica. Los billetes que usamos son un medio de pago pero NO son dinero. Dinero es el medio de intermediario generalmente aceptado, pero elegido por la gente en libertad. Lo anterior se debe a que su origen, como ya vimos, se rastrea en el trueque: el intercambio de una cosa por otra.

En cambio el “dinero” que usamos hoy es lo que siempre ha sido: solo una promesa de liquidación a futuro, una deuda  que hoy día ya no es redimible en dinero. Desde siempre los billetes fueron pues una promesa de entregar dinero real a cambio –oro y plata por lo general. Y es que a nadie sirve per se un trozo de papel o polímero de colores con imágenes de diferentes personalidades históricas o paisajes, pero esos billetes valen ahora gracias a que una ley estatal nos obliga a su aceptación. Lo que queremos es lo que con ellos se puede obtener.

Los billetes son pues una simple moneda de curso legal que no tiene respaldo alguno en metal u otra materia prima. Constituyen una deuda del emisor que, de este modo, tiene el incentivo de corromper la moneda al máximo –expandiendo el crédito y la impresión de billetes- para liberarse de sus obligaciones.

Rallo señala lo que en nuestra opinión es una contradicción absurda: los bancos privados ya no tienen permitido emitir sus propios billetes convertibles en dinero, pero sí tienen permitido crear de la nada el dinero del Estado –por medio de la reserva fraccionaria. La complicidad queda expuesta.

En un sistema de dinero reprivatizado con competencia bancaria y sin intervención estatal, los bancos emitirían sus propios billetes. En ellos se especificaría la cantidad de dinero –en especial oro, por ejemplo– que se entregará al portador en caso de demandarlo. En nuestros días eso de alguna manera ya lo hacemos, pues usamos los mismos billetes para hacer pagos en diferentes bancos. En todo caso, la equivalencia en dinero es lo que definiría el monto de la transacción y en lo que la gente debería fijarse, sin importar el color o el diseño mismo del billete.

Es probable que los bancos privados  acordaran unificar sus criterios y, aunque cada uno creara los suyos, las denominaciones fueran iguales, lo mismo que su equivalencia en dinero por el que podrán ser redimidos.

Rallo también señala que lo que llevaría más tiempo decidir es qué será lo que la gente acepte como dinero de respaldo. En esto tampoco debería meterse el Estado pues no solo no hace falta, sino que perjudicaría el sistema y terminaría siendo igual al actual. La evolución y surgimiento propio del dinero demuestran que un bien o mercancía entre más sea aceptado mejor funcionará como dinero, pero esa es decisión debe dejarse a los agentes económicos en el mercado. Como en su origen, al final de esa competencia de dineros prevalecerán los mejores.

El oro y la plata han sido elegidos casi siempre por sus características y propiedades, por lo que es de esperar que en un sistema libre auténtico la dupla de metales preciosos fuera de nuevo seleccionada, como antes lo fue. En el camino, seguro la creatividad empresarial creará otros dineros –al estilo de las criptodivisas por ejemplo, pero de nuevo, al final prevalecerán los mejores y los criterios es posible que se unifiquen. El mercado lo decidirá.

Como quiera, lo deseable es tener ese sistema monetario en el que los medios de pago son deudas que se pueden redimir en dinero si el tenedor lo demanda, pues esto dota al ciudadano libre del poder de contener y limitar el comportamiento irresponsable de los bancos y gobiernos, como veremos en la próxima entrega. Ya no podrán expandir a placer sus carteras para obtener pingües ganancias unos, ni endeudarse sin límites los otros, pues ya no podrán crear de la nada el dinero que necesitan.

Sin esto –como la evidencia empírica lo demuestra, los emisores abusarán siempre del privilegio del monopolio de la emisión monetaria y del ser rescatados por el contribuyente y el banco central cuando hay problemas. La víctima somos todos los demás, pues esos abusos tienen consecuencias económicas muy graves que debemos detener.

Error fatal es confiar la institución social del dinero a la codicia y corrupción del Estado. Sobre los efectos de esto escribiremos en el tercer artículo de la serie.

TERCERA PARTE: El monopolista del dinero


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